CAPITULO I: Del gobierno en general

Advierto al lector que este capítulo debe ser leído reposadamente y que desconozco el arte de ser claro para quien no quiere prestar atención.

Toda acción libre tiene dos causas que concurran a producirla; una moral, a saber: la voluntad, que determina el acto; otra risica, a saber: el poder, que la ejecuta. Cuando marcho hacia un objeto es preciso primeramente que yo quiera ir; en segundo lugar, que mis piernas me lleven. Si un paralítico quiere correr o si un hombre ágil no lo quiere, ambos se quedarán en su sitio. El cuerpo político tiene los mismos móviles; se distinguen en él, del mismo modo, la fuerza y la voluntad: ésta, con el nombre de poder legislativo; la otra, con el de poder ejecutivo. No se hace, o no debe hacerse, nada sin el concurso de ambos.

Hemos visto cómo el poder legislativo pertenece al pueblo y no puede pertenecer sino a él. Por el contrario, es fácil advertir, por los principios antes establecidos, que el poder ejecutivo no puede corresponder a la generaLidad, como legisladora o soberana, ya que este poder ejecutivo consiste en actos particulares que no corresponden a la ley ni, por consiguiente, al soberano, todos cuyos actos no pueden ser sino leyes.

Necesita, pues, la fuerza pública un agente propio que la reúna y la ponga en acción según las direcciones de la voluntad general, que sirva para la comunicación del Estado y del soberano, que haga de algún modo en la persona pública lo que hace en el hombre la unión del alma con el cuerpo. He aquí cuál es en el Estado la razón del gobierno, equivocadamente confundida con el soberano, del cual no es sino el ministro.

¿Qué es, pues, el gobierno? Un cuerpo intermediario establecido entre los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes y del mantenimiento de la libertad, tanto civil como política.

Los miembros de este cuerpo se llaman magistrados o reyes, es decir, gobernantes, y el cuerpo entero lleva el nombre de príncipe[ 1]. Así, los que pretenden que el acto por el cual un pueblo se somete a los jefes no es un contrato tienen mucha razón. Esto no es absolutamente nada más que una comisión, un empleo, en el cual, como simples oficiales del soberano, ejercen en su nombre el poder, del cual les ha hecho depositarios, y que puede limitar, modificar y volver a tomar cuando le plazca. La enajenación de tal derecho, siendo incompatible con la naturaleza del cuerpo social, es contraria al fin de la asociación.

Llamo, pues, gobierno, o suprema administración, al ejercicio legítimo del poder ejecutivo, y príncipe o magistrado, al hombre o cuerpo encargado de esta administración.

En el gobierno es donde se encuentran las fuerzas intermediarias, cuyas relaciones componen la del todo al todo o la del soberano al Estado. Se puede representar esta última relación por la de los extremos de una proporción continua, cuya media proporciona¡ es el gobierno. Éste recibe del soberano las órdenes que da al pueblo; y para que el Estado se halle en equilibrio estable es preciso que, una vez todo compensado, haya igualdad entre el producto o el poder del gobierno, tomando en sí mismo, y el producto y el poder de los ciudadanos, que son soberanos, de una parte, y súbditos, de otra.

Además, no es posible alterar ninguno de los tres términos sin romper en el mismo momento la proporción. Si el soberano quiere gobernar, o el magistrado dar leyes, o los súbitos se niegan a obedecer, el desorden sucede a la regla, la fuerza y la voluntad no obran ya de acuerdo y, disuelto el Estado, cae así en el despotismo o en la anarquía. En fin, así como no hay más que una media proporcional entre cada relación, no hay tampoco más que un buen gobierno posible en un Estado: pero como hay mil acontecimientos capaces de alterar las relaciones de un pueblo, no solamente puede ser conveniente para diversos pueblos la diversidad de gobiernos, sino para el mismo pueblo en diferentes épocas.

Para procurar dar una idea de las múltiples relaciones que pueden existir entre estos dos extremos, tomaré, a modo de ejemplo, el número de habitantes de un pueblo como una relación más fácil de expresar.

Supongamos que se componga el Estado de 10.000 ciudadanos. El soberano no puede ser considerado sino colectivamente y en cuerpo: pero cada particular, en calidad de súbdito, es considerado como individuo; así, el soberano es el súbdito como diez mil es a uno: es decir, que cada miembro del Estado no tiene, por su parte, más que la diezmilésima parte de la autoridad soberana, aunque esté sometido a ella por completo. Si el pueblo se compone de 100.000 hombres, el estado de los súbditos no cambia y cada uno de ellos lleva igualmente el imperio de las leyes, mientras que su sufragio, reducido a una cienmilésima, tiene diez veces menos influencia en la forma concreta del acuerdo. Entonces, permaneciendo el súbdito siempre uno, aumenta la relación del soberano en razón del número de ciudadanos; de donde se sigue que mientras más crece el Estado, más disminuye la libertad.

Al decir que la relación aumenta, entiendo que se aleja de la igualdad. Así, mientras mayor es la relación en la acepción de los geómetras, menos relación existe en la acepción común; en la primera, la relación, considerada desde el punto de vista de la cantidad, se mide por el exponente, y en la otra, considerada desde el de la identidad, se estima por la semejanza.

Ahora bien; mientras menos se relacionan las voluntades particulares con la voluntad general, es decir, las costumbres con las leyes, más debe aumentar la fuerza reprimente. Por tanto, el gobierno, para ser bueno, debe ser relativamente más fuerte a medida que el pueblo es más numeroso.

De otro lado, proporcionando el engrandecimiento del Estado a los depositarios de la autoridad pública más tentaciones y medios para abusar de su poder, debe tener el gobierno más fuerza para contener al pueblo, y, a su vez, más también el soberano para contener al gobierno. No hablo aquí de una fuerza absoluta, sino de la fuerza relativa de las diversas partes del Estado.

Se sigue de esta doble relación que la proporción continúa entre el soberano, el príncipe y el pueblo no es una idea arbitraria, sino una consecuencia necesaria de la naturaleza del cuerpo político y que, siendo permanente y estando representado por la unidad uno de los extremos, el pueblo, como súbdito, siempre que la razón doble, aumente o disminuya, la razón simple aumenta o disminuye de un modo semejante, y, por consiguiente, el término medio ha cambiado. Esto muestra que no hay una constitución de gobierno único y absoluto, sino que puede haber tantos gobiernos, diferentes en naturaleza, como hay Estados distintos en extensión.

Si, poniendo este sistema en ridículo, se dijera que para encontrar esta media proporcional y formar el cuerpo del gobierno no es preciso, según yo, más que sacar la raíz cuadrada del número de hombres, sino, en general, por la cantidad de acción, que se combina por multitud de causas; por lo demás, si para explicarme en menos palabras me sirvo un momento de términos de geometría, no es porque ignore que la precisión geométrico no tiene lugar en las cantidades morales.

El gobierno es, en pequeño, lo que el cuerpo político que lo encierra en grande. Es una persona moral dotada de ciertas facultades, activa como el soberano, pasiva como el Estado, y que se puede descomponer en otras relaciones semejantes; de donde nace, por consiguiente, una nueva proporción, y de ésta, otra, según el orden de los tribunales, hasta que se llegue a un término medio indivisible; es decir, a un solo jefe o magistrado supremo, que se puede representar, en medio de esta progresión, como la unidad entre la serie de las fracciones y la de los números.

Sin confundirnos en esta multitud de términos, contentémonos con considerar al gobierno como un nuevo cuerpo en el Estado del pueblo y del soberano, y como intermediario entre uno y otro.

Existe una diferencia esencial entre estos dos cuerpos: que el Estado existe por sí mismo, y el gobierno no existe sino por el soberano. Así, la voluntad dominante del príncipe no es, o no debe ser, sino la voluntad general, es decir, la ley: su fuerza, la fuerza pública concentrada en él; tan pronto como éste quiera sacar de sí mismo algún acto absoluto e independiente, la unión del todo comienza a relajarse. Si ocurriese, en fin, que el príncipe tuviese una voluntad particular más activa que la del soberano y que usase de ella para obedecer a esta voluntad particular de la fuerza pública que está en sus manos, de tal modo que hubiese, por decirlo así, dos soberanos, uno de derecho y otro de hecho, en el instante mismo la unión social se desvanecería y el cuerpo político sería disuelto.

Sin embargo, para que el cuerpo del gobierno tenga una existencia, una vida real, que lo distinga del cuerpo del Estado; para que todos sus miembros puedan obrar en armonía y responder al fin para que fueron instituidos, necesita un yo particular, una sensibilidad común a sus miembros, una fuerza, una voluntad propias, que tiendan a su conservación. Esta existencia particular supone asambleas, consejos, sin poder de deliberar, de resolver: derechos, títulos, privilegios, que corresponden a un príncipe exclusivamente y que hacen la condición del magistrado más honrosa a medida que es más penosa. Las dificultades radican en la manera de ordenar dentro del todo este todo subalterno de modo que no altere la constitución general al afirmar la suya; que distinga siempre su fuerza particular, destinada a la conservación del Estado, y que, en una palabra, esté siempre pronta a sacrificar el gobierno al pueblo y no el pueblo al gobierno.

Por lo demás, aunque el cuerpo artificial del gobierno sea obra de otro cuerpo artificial y no tenga más que algo como una vida subordinada, esto no impide para que no pueda obrar con más o menos vigor o celeridad y gozar, por decirlo así, de una salud más o menos vigorosa. Por último, sin alejarse directamente del fin de su institución, puede apartarse en cierta medida de él, según el modo de estar constituidos.

De todas estas diferencias es de donde nacen las distintas relaciones que debe el gobierno mantener con el cuerpo del Estado, según las relaciones accidentales y particulares por las cuales este mismo Estado se halla modificado. Porque, con frecuencia, el mejor gobierno en sí llegará a ser el más vicioso, si sus relaciones se alteran conforme a los defectos del cuerpo político a que pertenece.

[ 1]Por esto es por lo que en Venecia se Da al Colegio el nombre de Prín cipe serenísimo. aun cuando no asista a él el dogo (dux).