CAPÍTULOI I: De los sufragios

Se ve, por el capítulo precedente, que la manera de tratarse los asuntos generales puede dar un indicio, bastante seguro, del estado actual de las costumbres y de la salud del cuerpo político. Mientras más armonía revista en las asambleas, es decir, mientras más se acerca a la unanimidad las opiniones, más domina la voluntad general; pero los debates largos, las discusiones, el tumulto, anuncian el ascendiente de los intereses particulares y la decadencia del Estado.

Esto parece menos evidente cuando entran en su constitución dos o más clases sociales, como en Roma los patricios y los plebeyos, cuyas querellas turbaron frecuentemente los comicios, aun en los más gloriosos tiempos de la República; pero esta excepción es más aparente que real, porque entonces, a causa del vicio inherente al cuerpo político, hay, por decirlo así, dos Estados en uno: lo que no es verdad de los dos juntos es verdad de cada uno separadamente. En efecto: hasta en los tiempos más tempestuosos, los plebiscitos del pueblo, cuando el Senado no intervenía en ellos, pasaban siempre tranquilamente y por una gran cantidad de sufragios; no teniendo los ciudadanos más que un interés, no tenía el pueblo más que una voluntad.

En el otro extremo del círculo resurge la unanimidad; cuando los ciudadanos, caídos en la servidumbre, no tenían ya ni libertad ni voluntad, entonces el terror y la adulación convierten en actos de aclamación el del sufragio: ya no se delibera, se adora o se maldice. Tal era la vil manera de opinar el Senado bajo los emperadores. Algunas veces se hacía esto con precauciones ridículas. Tácito observa [ 1] que, bajo Otón, los senadores anonadaban a Vittelius de execraciones, afectando hacer al mismo tiempo un ruido espantoso, a fin de que, si por casualidad llegaba a ser el dominador, no pudiese saber lo que cada uno de ellos había dicho.

De estas diversas consideraciones nacen las máximas sobre las cuales se debe reglamentar la manera de contar los votos y de comparar las opiniones, según que la voluntad general sea más o menos fácil de conocer y el Estado más o menos decadente.

No hay más que una sola ley que por su naturaleza exija un consentimiento unánime: el pacto social, porque la asociación civil es el acto más voluntario del mundo: habiendo nacido libre todo hombre y dueño de sí mismo, nadie puede, con ningún pretexto, sujetarlo sin su asentimiento. Decidir que el hijo de una esclava nazca esclavo es decidir que no nace hombre.

Por tanto, si respecto al pacto social se encuentra quienes se opongan, su oposición no invalida el contrato: impide solamente que sean comprendidos en él; éstos son extranjeros entre los ciudadanos. Una vez instituido el Estado, el consentimiento está en la residencia; habitar el territorio es someterse a la soberanía [ 2].

Fuera de este contrato primitivo, la voz del mayor número obliga siempre a todos los demás: es una consecuencia del contrato mismo. Pero se pregunta cómo un hombre puede ser libre y obligado a conformarse con las voluntades que no son las suyas. ¿Cómo los que se oponen son libres, aun sometidos a leyes a las cuales no han dado su consentimiento?

Respondo a esto que la cuestión está mal puesta. El ciudadano consiente en todas las leyes, aun en aquellas que han pasado a pesar suyo y hasta en aquellas que le castigan cuando se atreve a violar alguna. La voluntad constante de todos los miembros del Estado es la voluntad general; por ella son ciudadanos y ibres [ 3]. Cuando se propone una ley en una asamblea del pueblo, lo que se le pregunta no es precisamente si aprueban la proposición o si la rechazan, sino si está conforme o no con la voluntad general, que es la suya; cada uno, dando su sufragio, da su opinión sobre esto, y del cálculo de votos se saca la declaración de la voluntad general. Por tanto, cuando la opinión contraria vence a la mía, no se prueba otra cosa sino que yo me había equivocado, y que lo que yo consideraba como voluntad general no lo era. Si mi opinión particular hubiese vencido, habría hecho otra cosa de lo que había querido, y entonces es cuando no hubiese sido libre.

Esto supone que todos los caracteres de la voluntad general coinciden con los de la pluralidad, y si cesan de coincidir, cualquiera que sea el partido que se adopte, ya no hay libertad.

Al mostrar anteriormente cómo se sustituían las voluntades particulares de la voluntad general en las deliberaciones públicas he indicado suficientemente los medios practicables para prevenir este abuso, y aún hablaré de ello después. Respecto al número proporcional de los sufragios para declarar esta voluntad, he dado también los principios sobre los cuales se le puede determinar. La diferencia de un solo voto rompe la igualdad: uno solo que se oponga rompe la unanimidad; pero entre la unanimidad y la igualdad hay muchos términos de desigualdad, en cada uno de los cuales se puede fijar este número según el estado y las necesidades del cuerpo político.

Dos máximas generales pueden servir para reglamentar estas relaciones: una, que cuanto más graves e importantes son las deliberaciones, más debe aproximarse a la unanimidad la opinión dominante; la otra, que cuanta más celebridad elige el asunto debatido, más estrechas deben ser las diferencias de las opiniones; en las deliberaciones que es preciso terminar inmediatamente, la mayoría de un solo voto debe bastar. La primera de estas máximas parece convenir más a las leyes y la segunda a los asuntos. De cualquier modo que sea, sobre su combinación es sobre lo que se establecen las mejores relaciones que se pueden conceder a la pluralidad para pronunciarse en uno u otro sentido.

[ 1] Hist.. 1. 85 (Ed.)

[ 2]Esto debe siempre entenderse respecto a un Estado libre; porque. por lo demás, la familia, los bienes, la falta de asilo, la necesidad, la violencia, pueden retener a un habitante en el país a pesar suyo, y entonces la mera residencia no supone su consentimiento al contrato o a la violación del contrato.

[ 3] En Génova se lee delante de las prisiones y sobre los hierros de las galerías la palabra Libertas. Esta aplicación de la divisa es hermosa y justa. En efecto; sólo los malhechores de todas clases impiden al hombre ser libre. En un país donde toda esa gente estuviese en galeras, se gozaría de la más perfecta libertad.