CAPÍTULO XII: División de las leyes

Para ordenar el todo y para dar la mejor forma posible a la cosa pública hay que considerar diversas relaciones. Primeramente, la acción del cuerpo entero obrando sobre sí mismo. es decir, la relación del todo con el todo o del soberano con el Estado, y esta relación se compone de aquellos términos intermediarios que veremos a continuación.

Las leyes que regulan esta relación llevan el nombre de leyes políticas, y se llaman también leyes fundamentales, no sin alguna razón, si estas leyes son sabias; porque si no hay en cada Estado más que una buena manera de ordenar, el pueblo que la ha encontrado debe atenerse a ella; mas si el orden establecido es malo, ¿por qué se han de tomar como fundamentales leyes que nos impiden ser buenos? De otra parte, un pueblo es siempre, en todo momento, dueño de cambiar sus leyes, hasta las mejores. Porque si le gusta hacerse el mal a sí mismo, ¿quién tiene derecho a impedirlo?

La segunda relación es la de los miembros entre sí o con el cuerpo entero, y esta relación debe ser, en el primer respecto, todo lo pequeña posible, y, en el segundo. todo lo grande posible: de suerte que cada ciudadano se halla en una perfecta independencia de todos los demás y en una excesiva dependencia de la ciudad. Esto se hace siempre por los mismos medios; porque sólo la fuerza del Estado hace la Libertad de sus miembros. De esta segunda relación nacen las leyes civiles.

Se puede considerar una tercera clase de relación entre el hombre y la ley, a saber: la de la desobediencia a la pena, y ésta da lugar al establecimiento de leyes criminales que, en el fondo, más bien que una clase particular de leyes, son la sanción de todas las demás.

A estas tres clases de leyes se añade una cuarta, la más importante de todas, y que no se graba ni sobre mármol ni sobre bronce, sino en los corazones de los ciudadanos, que es la verdadera constitución del Estado; que toma todos los días nuevas fuerzas; que, en tanto otras leyes envejecen o se apagan, ésta las reanima o las suple; que conserva a un pueblo en el espíritu de su institución; que sustituye insensiblemente con la fuerza del hábito a la autoridad. Me refiero a las costumbres, a los hábitos y, sobre todo, a la opinión; elemento desconocido para nuestros políticos, pero de la que depende el éxito de todas las demás y de la que se ocupa en secreto el gran legislador, mientras parece fimitarse a reglamentos particulares, que no son sino la cintra de la bóveda, en la cual las costumbres, más lentas en nacer, forman, al fin, la inquebrantable clave.

De entre estas diversas clases de leyes, las políticas, que constituyen la forma de gobierno, son las únicas en que he de ocuparme.