Ahora bien; como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y
dirigir las que existen, notienen otro medio de conservarse que formar por
agregación una suma de fuerzas que pueda exceder a la resistencia,
ponerlas en juego por un solo móvil y hacerlas obrar en
armonía.
Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero siendo
la fuerza y la bbertad de cada hombre los primeros instrumentos de su
conservación, ¿cómo va a comprometerlos sin perjudicarse y
sin olvidar los cuidados que se debe? Esta dificultad, referida' a nuestro
problema, puede anunciarse en estos términos:
"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda
fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y por virtud
de la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí
mismo y quede tan libre como antes." Tal es el problema fundamental, al cual da
solución el Contrato social.
Las cláusulas de este contrato se hallan determinadas hasta tal punto
por la naturaleza del acto, que la menor modificación las haría
vanas y de efecto nulo; de suerte que, aun cuando jamás hubiesen podido
ser formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas y doquiera
están tácitamente admitidas y reconocidas, hasta que, una vez
violado el pacto social, cada cual vuelve a la posesión de sus
primitivos derechos y a recobrar su libertad natural, perdiendo la
convencional, por la cual renunció a aquélla.
Estas cláusulas, debidamente entendidas, se reducen todas a una sola, a
saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a
toda la humanidad; porque, en primer lugar, dándose cada uno por entero,
la condición es la misma para todos, y siendo la condición igual
para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los
demás.
Es más: cuando la enajenación se hace sin reservas, la
unión llega a ser lo más perfecta posible y ningún
asociado tiene nada que reclamar, porque si quedasen reservas en algunos
derechos, los particulares, como no habría ningún superior
común que pudiese fallar entre ellos y el público, siendo cada
cual su propio juez en algún punto, pronto pretendería serlo en
todos, y el estado de naturaleza subsistiría y la asociación
advendría necesariamente tiránico o vana.
En fin, dándose cada cual a todos, no se da a nadie, y como no hay un
asociado, sobre quien no se adquiera el mismo derecho que se le concede sobre
sí, se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza
para conservar lo que se tiene.
Por tanto, si se elimina del pacto social lo que no le es de esencia, nos
encontramos con que se reduce a los términos siguientes: "Cada uno de
nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema
dirección de la voluntad general, y nosotros recibimos además a
cada miembro como parte indivisible del todo." Este acto produce
inmediatamente, en vez de la persona particular de cada contratante, un cuerpo
moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea,
el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su
voluntad. Esta persona pública que así se forma, por la
unión de todos los demás, tomaba en otro tiempo el nombre de
ciudad [5]
y toma ahora el de república o de cuerpo político,
que es llamado por sus miembros Estado, cuando es pasivo;
soberano, cuando es activo; poder, al compararlo a sus
semejantes; respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de
pueblo, y se llaman en particular ciudadanos, en cuanto son
participantes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto
sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden
frecuentemente y se toman unos por otros; basta con saberlos distinguir cuando
se emplean en toda su precisión.
[5] El verdadero sentido de esta palabra se ha perdido
casi por completo
modernamente: la mayor parte toman una aldea por una ciudad y un burgués
por un ciudadano. No saben que las casas forman la aldea: pero que los
ciudadanos constituyen la ciudad. Este mismo error costó caro en otro
tiempo a los cartagineses. No he leído que el título de cives
haya sido dado nunca al súbdito de un príncipe, ni aun
antiguamente a los macedonios, ni en nuestros días a los ingleses.
aunque se hallen más próximos a la libertad que los demás.
Tan sólo los franceses toman todos familiarmente este nombre de
ciudadanos. porque no tienen una verdadera idea de él. como puede
verse en sus diccionarios, sin lo cual caerían, al usurparlo, en el
delito de ¡esa majestad; este nombre, entre ellos, expresa una virtud y no
un derecho. Cuando Bodino ha querido hablar de nuestros ciudadanos y
burgueses, ha cometido un error tomando a unos por otros. N. d'Aumbert no se
ha equivocado. y ha distinguido bien, en su, artículo Genéve.
las cuatro clases de hombres -hasta cinco. contando a los extranjeros- que
se encuentran en nuestra ciudad, y de las cuales solamente dos componen la
República. Ningún otro autor francés, que yo sepa, ha
comprendido el verdadero sentido de la palabra ciudadano.