CAPÍTULO VI: Del pacto social

Supongo a los hombres llegados a un punto en que los obstáculos que perjudican a su conservación en el estado de naturaleza logran vencer, mediante su resistencia, a la fuerza que cada individuo puede emplear para mantenerse en dicho estado. Desde este momento, el estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiase de manera de ser.

Ahora bien; como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que existen, notienen otro medio de conservarse que formar por agregación una suma de fuerzas que pueda exceder a la resistencia, ponerlas en juego por un solo móvil y hacerlas obrar en armonía.

Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero siendo la fuerza y la bbertad de cada hombre los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo va a comprometerlos sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe? Esta dificultad, referida' a nuestro problema, puede anunciarse en estos términos:

"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes." Tal es el problema fundamental, al cual da solución el Contrato social.

Las cláusulas de este contrato se hallan determinadas hasta tal punto por la naturaleza del acto, que la menor modificación las haría vanas y de efecto nulo; de suerte que, aun cuando jamás hubiesen podido ser formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas y doquiera están tácitamente admitidas y reconocidas, hasta que, una vez violado el pacto social, cada cual vuelve a la posesión de sus primitivos derechos y a recobrar su libertad natural, perdiendo la convencional, por la cual renunció a aquélla.

Estas cláusulas, debidamente entendidas, se reducen todas a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la humanidad; porque, en primer lugar, dándose cada uno por entero, la condición es la misma para todos, y siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los demás.

Es más: cuando la enajenación se hace sin reservas, la unión llega a ser lo más perfecta posible y ningún asociado tiene nada que reclamar, porque si quedasen reservas en algunos derechos, los particulares, como no habría ningún superior común que pudiese fallar entre ellos y el público, siendo cada cual su propio juez en algún punto, pronto pretendería serlo en todos, y el estado de naturaleza subsistiría y la asociación advendría necesariamente tiránico o vana.

En fin, dándose cada cual a todos, no se da a nadie, y como no hay un asociado, sobre quien no se adquiera el mismo derecho que se le concede sobre sí, se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se tiene.

Por tanto, si se elimina del pacto social lo que no le es de esencia, nos encontramos con que se reduce a los términos siguientes: "Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros recibimos además a cada miembro como parte indivisible del todo." Este acto produce inmediatamente, en vez de la persona particular de cada contratante, un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que así se forma, por la unión de todos los demás, tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad [5]

y toma ahora el de república o de cuerpo político, que es llamado por sus miembros Estado, cuando es pasivo; soberano, cuando es activo; poder, al compararlo a sus semejantes; respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se llaman en particular ciudadanos, en cuanto son participantes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden frecuentemente y se toman unos por otros; basta con saberlos distinguir cuando se emplean en toda su precisión.

[5] El verdadero sentido de esta palabra se ha perdido casi por completo modernamente: la mayor parte toman una aldea por una ciudad y un burgués por un ciudadano. No saben que las casas forman la aldea: pero que los ciudadanos constituyen la ciudad. Este mismo error costó caro en otro tiempo a los cartagineses. No he leído que el título de cives haya sido dado nunca al súbdito de un príncipe, ni aun antiguamente a los macedonios, ni en nuestros días a los ingleses. aunque se hallen más próximos a la libertad que los demás. Tan sólo los franceses toman todos familiarmente este nombre de ciudadanos. porque no tienen una verdadera idea de él. como puede verse en sus diccionarios, sin lo cual caerían, al usurparlo, en el delito de ¡esa majestad; este nombre, entre ellos, expresa una virtud y no un derecho. Cuando Bodino ha querido hablar de nuestros ciudadanos y burgueses, ha cometido un error tomando a unos por otros. N. d'Aumbert no se ha equivocado. y ha distinguido bien, en su, artículo Genéve. las cuatro clases de hombres -hasta cinco. contando a los extranjeros- que se encuentran en nuestra ciudad, y de las cuales solamente dos componen la República. Ningún otro autor francés, que yo sepa, ha comprendido el verdadero sentido de la palabra ciudadano.