No es preciso, pues, querer afirmar las instituciones políticas hasta
negar el poder de suspender su efecto. Esparta misma ha dejado dormir sus
leyes.
Mas exclusivamente los mayores peligros pueden hacer vacilar y alterar el
orden público, y no se debe jamás detener el poder sagrado de las
leyes sino cuando se trata de la salvación de la patria. En estos casos
raros y manifiestos se provee a la seguridad pública por un acto
particular que confía la carga al más digno. Esta
comisión puede darse de dos maneras, según la índole del
peligro.
Si para remediarlo basta con aumentar la actividad del gobierno, se le
concentra en uno o dos de sus miembros; así no es la autoridad de las
leyes lo que se altera, sino solamente la forma de su administración:
porque si el peligro es tal que el aparato de las leyes es un obstáculo
para garantizarlo, entonces se nombra un jefe supremo, que haga callar todas
las leyes y suspenda un momento la autoridad soberana. En semejante caso, la
voluntad general no es dudosa, y es evidente que la primera intención
del pueblo consiste en que el Estado no perezca. De este modo la
suspensión de la autoridad legislativa no la abole; el magistrado que la
hace callar no puede hacerla hablar: la domina sin poder representarla. Puede
hacerlo todo, excepto leyes.
El primer medio se empleaba por el Senado romano cuando encargaba a los
cónsules, por una fórmula consagrada, de proveer a la
salvación de la república. El segundo tenía lugar cuando
uno de los dos cónsules nombraba un dictador [ 12], uso del cual Alba
había dado el ejemplo a Roma.
En los comienzos de la república se recurrió con mucha
frecuencia a la dictadura, porque el Estado no tenía aún base
bastante fija como para poder sostenerse por la sola fuerza de su
constitución.
Las costumbres, al hacer superfluas muchas precauciones que hubiesen sido
necesarias en otro tiempo, no temía ni que un dictador abusase de su
autoridad ni que intentase conservarlas pasado el plazo. Parecía, por
el contrario, que un poder tan grande era una carga para aquel que la
ostentaba, a juzgar por la prisa con que trataba de deshacerse de ella, como si
fuese un puesto demasiado penoso y demasiado peligroso el ocupar el de las
leyes.
Así, no es el peligro del abuso, sino el del envilecimiento, lo que me
hace censurar el uso indiscreto de esta suprema magistratura en los primeros
tiempos; porque mientras se la prodigaba en elecciones, en dedicatorias, en
cosas de pura formalidad, era de temer que adviniese menos temible en caso
necesario, y que se acostumbrasen a mirar como un título vano lo que no
se empleaba más que en vanas ceremonias.
Hacia el final de la república, los romanos, que habían llegado
a ser más circunspectos, limitaron el uso de la dictadura con la misma
falta de razón que la habían prodigado otras veces. Era
fácil ver que su temor no estaba fundado; que la debilidad de la capital
constituía entonces su seguridad contra los magistrados que abrigaba en
su seno; que un dictador podía, en ciertos casos, suspender las
libertades públicas, sin poder nunca atentar contra ellas, y que los
hierros de Roma no se forjarían en la misma Roma, sino en sus
ejércitos. La pequeña resistencia que hicieron Mario a Sila y
Pompeyo a César muestra bien lo que se puede esperar de la autoridad del
interior contra la fuerza de fuera.
Este error les hizo cometer grandes faltas; por ejemplo, la de no haber
nombrado un dictador en el asunto de Catilina, pues como se trataba de una
cuestión del interior de la ciudad y, a lo más, de alguna
provincia de Italia, dada la autoridad sin límites que las leyes
concedían al dictador, hubiese disipado fácilmente la conjura,
que sólo fue ahogada por un concurso feliz de azares que nunca debe
esperar la prudencia humana.
En lugar de esto, el Senado se contentó con entregar todo su poder a los
cónsules: por lo cual ocurrió que Cicerón, por obrar
eficazmente, se vio obligado a pasar por cima de este poder en un punto
capital, y si bien los primeros transportes de júbilo hicieron aprobar
su conducta, a continuación se le exigió, con justicia, dar
cuenta de la sangre de los ciudadanos vertida contra las leyes; reproche que no
se te hubiese podido hacer a un dictador. Pero la elocuencia del cónsul
lo arrastró todo, y él mismo, aunque romano, amando más su
gloria que su patria, no buscaba tanto el medio más legítimo y
seguro de salvar al Estado cuanto el de alcanzar el honor en este asunto [ 13].
Así, fue honrado en justicia como liberador de Roma y castigado,
también en justicia, como infractor de las leyes. Por muy brillante que
haya sido su retirada, es evidente que fue un acto de gracia.
Por lo demás, de cualquier modo que sea conferida esta importante
comisión, es preciso limitar su duración a un término muy
corto, a fin de que no pueda nunca ser prolongado. En las crisis que dan lugar
a su implantación, el Estado es inmediatamente destruido o salvado y,
pasada la necesidad apremiante, -la dictadura, o es tiránica, o vana.
En Roma, los dictadores no lo eran más que por seis meses; pero la mayor
parte de ellos abdicaron antes de este plazo. Si éste hubiese sido
más largo, acaso habrían tenido la tentación de
prolongarlo, como lo hicieron los decenviros con el de un año. El
dictador no disponía de más tiempo que el que necesitaba para
proveer a la necesidad que había motivado su elección; mas no lo
tenía para pensar en otros proyectos.
[ 12] Este nombramiento se hacía de noche y
en secreto, como si se
hubiese tenido vergüenza de poner a un hombre por encima de las leyes.
[ 13] Esto es de lo que no podía responder al
proponer un dictador. no
atreviéndose a nombrarse a sí mismo y no pudiendo estar seguro de
que lo nombrase su colega.