El derecho de primer ocupante, aunque más real que el del más
fuerte, no adviene un verdadero derecho sino después del establecimiento
del de propiedad. Todo hombre tiene, naturalmente, derecho a todo aquello que
le es necesario; mas el acto positivo que le hace propietario de algún
bien lo excluye de todo lo demás. Tomada su parte, debe limitarse a
ella, y no tiene ya ningún derecho en la comunidad. He aquí por
qué el derecho del primer ocupante, tan débil en el estado de
naturaleza, es respetable para todo hombre civil. Se respeta menos en este
derecho lo que es de otro que lo que no es de uno mismo.
En general, para autorizar sobre cualquier porción de terreno el
derecho del primer ocupante son precisas las condiciones siguientes: primera,
que este territorio no esté aún habitado por nadie; segunda, que
no se ocupe de él sino la extensión de que se tenga necesidad
para subsistir, y en tercer lugar, que se tome posesión de él, no
mediante una vana ceremonia, sino por el trabajo y el cultivo, único
signo de propiedad que, a falta de títulos jurídicos, debe ser
respetado por los demás.
En efecto; conceder a la necesidad y al trabajo el derecho de primer ocupante,
¿no es darle la extensión máxima de que es susceptible?
¿Puede no ponérsele límites a este derecho?
¿Será suficiente poner el pie en un terreno común para
considerarse dueño de él? ¿Bastará tener la fuerza
necesaria para apartar un momento a los demás hombres, para quitarles el
derecho de volver a él? ¿Cómo puede un hombre o un pueblo
apoderarse de un territorio inmenso y privar de él a todo el
género humano sin que esto constituya una usurpación punible,
puesto que quita al resto de los hombres la habitación y los alimentos
que la Naturaleza les da en común? ¿Era motivo suficiente que
Núñez de Balboa tomase posesión, en la costa del mar
del Sur, de toda la América meridional, en nombre de la corona de
Castilla, para desposeer de ellas a todos los habitantes y excluir de las
mismas a todos los príncipes del mundo? De modo análogo se
multiplicaban vanamente escenas semejantes, y el rey católico no
tenía más que tomar posesión del universo entero de un
solo golpe, exceptuando tan sólo de su Imperio lo que con anterioridad
poseían los demás príncipes.
Se comprende cómo las tierras de los particulares reunidas y contiguas
se convierten en territorio público, y cómo el derecho de
soberanía, extendiéndose desde los súbditos al terreno,
adviene a la vez real y personal. Esto coloca a los poseedores en una mayor
dependencia y hace de sus propias fuerzas la garantía de su fidefidad:
ventaja que no parece haber sido bien apreciada por los antiguos monarcas,
quienes, llamándose reyes de los persas, de los escitas, de los
macedonios, parecían considerase más como jefes de los hombres
que como señores de su país. Los de hoy se llaman, más
hábilmente, reyes de Francia, de España, de Inglaterra, etc.;
dominando así el territorio, están seguros de dominar a sus
habitantes.
Lo que hay de singular en esta enajenación es que, lejos de despojar la
comunidad a los particulares de sus bienes, al aceptarlos, no hace sino
asegurarles la legítima posesión de los mismos, cambiar la
usurpación en un verdadero derecho y el disfrute en propiedad.
Entonces, siendo considerados los poseedores como depositarios del bien
público, respetados los derechos de todos los miembros del Estado y
mantenidos con todas sus fuerzas el extranjero, por una cesión ventajosa
al público, y más aún a ellos mismos, adquieren, por
decirlo así, todo lo que han dado; paradoja que se aplica
fácilmente a la distinción de los derechos que el soberano y el
propietario tienen sobre el mismo fundo, como a continuación se
verá.
Puede ocurrir también que los hombres comiéncen a unirse antes
de poseer nada y que, apoderándose en seguida de un territorio
suficiente para todos, gocen de él en común o lo repartan entre
ellos, ya por igual, ya según proporciones establecidas por el soberano.
De cualquier modo que se haga esta adquisición, el derecho que tiene
cada particular sobre el mismo fundo está siempre subordinado al derecho
que la comunidad tiene sobre todos, sin lo cual no habría ni solidez en
el vínculo social ni fuerza real en el ejercicio de la
soberanía.
Terminaré este capítulo y este libro con una indicación
que debe servir de base a todo el sistema social, a saber: que en lugar de
destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye, por el contrario,
con una igualdad moral y legítima lo que la Naturaleza había
podido poner de desigualdad fisica entre los hombres, y que, pudiendo ser
desiguales en fuerza o en talento, advienen todos iguales por convención
y derecho [6].
[6] Bajo los malos gobiernos, esta igualdad es exclusivamente aparente e ilusoria: sólo sirve para mantener al pobre en su miseria y al rico en su usurpación. De hecho, las leyes son siempre útiles para los que poseen algo y perjudiciales para los que nada tienen. De donde se sigue que el estado social no es ventajoso a los hombres sino en tanto que poseen todos algo y que ninguno de ellos tiene demasiado.