CAPÍTULO VII: Del legislador

Para descubrir las mejores reglas de sociedad que convienen a las naciones sería preciso una inteligencia superior, que viese todas las pasiones de los hombres y que no experimentase ninguna; que no tuviese relación con nuestra naturaleza y que la conociese a fondo; que tuviese una felicidad independiente de nosotros y, sin embargo, que quisiese ocuparse de la nuestra; en fin, que en el progreso de los tiempos, preparándose una gloria lejana, pudiese trabajar en un siglo y gozar en otro [6]. Serían precisos dioses para dar leyes a los hombres. El mismo razonamiento que hacía Calígula en cuanto al hecho, lo hacía Platón en cuanto al derecho para definir el hombre civil o real que busca en su libro De Regno [7]. Mas si es verdad que un gran príncipe es un hombre raro, ;que será de un gran legislador, El primero no tiene más que seguir el modelo que el otro debe proponer; éste es el mecánico que inventa la máquina, aquél no es más que el obrero que la monta y la hace marchar. "En el nacimiento de las sociedades -dice Montesquieu- son los jefes de las repúblicas los que hacen la institución, y es después la institución la que forma los jefes de las repúblicas"". [8]

Aquel que ose emprender la obra de instituir un pueblo, debe sentirse en estado de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana, de transformar a cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo más grande, del cual recibe, en cierto modo, este individuo su vida y su ser: de alterar la constitución del hombre para reforzarla; de sustituir una existencia parcial y moral por la existencia física e independiente que hemos recibido de la Naturaleza. Es preciso, en una palabra, que quite al hombre sus fuerzas propias para darle otras que le sean extrañas, y de las cuales no pueda hacer uso sin el auxiho de otro. ltentras más muertas y anuladas queden estas fuerzas, más grandes y duraderas son las adquiridas y más sóhda y perfecta la institución; de suerte que si cada ciudadano no es nada, no puede nada sin todos los demás, y si la fuerza adquirida por el todo es igual o superior a la suma de fuerzas naturales de todos los individuos, se puede decir que la legislación se encuentra en el más alto punto de perfección que es capaz de alcanzar.

El legislador es, en todos los respectos, un hombre extraordinario en el Estado. Si debe serlo por su genio, no debe serlo menos atendiendo a su función. Ésta no es de magistratura, no es de soberanía. La establece la república, pero no entra en su constitución; es una función particular y superior que no tiene nada de común con el imperio humano, porque si quien manda a los hombres no debe ordenar a las leyes, el que ordena a las leyes no debe hacerlo a los hombres; de otro modo, estas leyes, ministros de sus pasiones, no harían frecuentemente sino perpetuar sus injusticias: nunca podría evitar que miras particulares alterasen la santidad de su obra.

Cuando Licurgo dio leyes a su patria comenzó por abdicar de la realeza. Era costumbre, en la mayor parte de las ciudades griegas, confiar a extranjeros el establecimiento de las suyas. Las repúblicas modernas de Italia imitaron con frecuencia este uso: la de Génova hizo lo mismo, con éxito [9]. Roma, en su más hermosa edad, vio brotar en su seno todos los crímenes de la tiranía, y estuvo próxima a perecer por haber reunido sobre las mismas cabezas la autoridad legislativa y el poder soberano.

Sin embargo, ni siquiera los decenviros se arrogaron nunca el derecho de hacer pasar ninguna ley con su sola autoridad. "Nada de lo que os proponemos -decían al pueblo- puede pasar como ley sin vuestro consentimiento. Romanos: sed vosotros mismos los autores de las leyes que deben hacer vuestra felicidad."

Quien redacta las leyes no tiene, pues, o no debe tener, ningún derecho legislativo, y el pueblo mismo no puede, cuando quiera, despojarse de este derecho incomunicable; porque, según el pacto fundamental, no hay más que la voluntad general que obligue a los particulares, y no se puede jamás asegurar que una voluntad particular está conforme con la voluntad general sino después de haberla sometido a los sufragios Libres del pueblo. Ya he dicho esto, pero no es inútil repetirlo.

Así se encuentra a la vez, en la obra de la legislación, dos cosas que parecen incompatibles: una empresa que está por encima de la fuerza humana y, para ejecutarla, una autoridad que no es nada.

Otra dificultad que merece atención: los sabios que quieren hablar al vulgo en su propia Iengua, en lugar de hacerlo en la de éste, no lograrán ser comprendidos. Ahora bien; hay mil categorías de ideas que es imposible traducir a la lengua del pueblo. Los puntos de vista demasiado generales y los objetos demasiado alejados están igualmente fuera de su alcance; cada individuo, no gustando de otro plan de gobierno que el que se refiere a su interés particular, percibe dificilmente las ventajas que debe sacar de las privaciones continuas que imponen las buenas leyes. Para que un pueblo que nace pueda apreciar las sanas máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón de Estado, sería preciso que el efecto pudiese convertirse en causa; que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución, presidiese a la institución misma, y que los hombres fuesen, antes de las leyes, lo que deben llegar a ser merced a ellas. Así, pues, no pudiendo emplear el legislador ni la fuerza ni el razonamiento, es de necesidad que recurra a una autoridad de otro orden, que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin convencer.

He aquí lo que obligó en todos los tiempos a los padres de la nación a recurrir a la intervención del cielo y a honrar a los dioses con su propia sabiduría, a fin de que los pueblos, sometidos a las leyes del Estado como a las de la Naturaleza, y reconociendo el mismo poder en la formación del hombre y en la de la ciudad, obedeciesen con Libertad y llevasen dócilmente el yugo de la felicidad pública.

Esta razón sublime, que se eleva por encima del alcance de los hombres vulgares, es la que induce al legislador a atribuir las decisiones a los inmortales, para arrastrar por la autoridad divina a aquellos a quienes no podría estremecer la prudencia humana [10]. Pero no corresponde a cualquier hombre hacer hablar a los dioses ni ser creído cuando se anuncie para ser su intérprete. La gran alma del legislador es el verdadero milagro, que debe probar su misión. Todo hombre puede grabar tablas de piedra, o comprar un oráculo, o fingir un comercio secreto con alguna divinidad, o amaestrar un pájaro para hablarle al oído, o encontrar medios groseros para imponer aquéllas a un pueblo. El que no sepa más que esto, podrá hasta reunir un ejército de insensatos; pero nunca fundará un imperio, y su extravagante obra perecerá en seguida con él. Vanos prestigios forman un vínculo pasajero: sólo la sapiencia puede hacerlo duradero. La ley judaica, siempre subsistente; la del hijo de Ismael, que desde hace diez siglos rige la nútad del mundo, pregona aún hoy a los grandes hombres que las han dictado: y mientras que la orgullosa filosofia o el ciego espíritu de partido no ven en ellos más que afortunados impostores, el verdadero político admira en sus instituciones este grande y poderoso genio que preside a las instituciones duraderas.

No es preciso deducir de todo esto, con Warburton [11], que la política y la religión tengan, entre nosotros, un objeto común, sino que en el origen de las naciones la una sirve de instrumento a la otra.

[6]Un pueblo no llega a ser célebre sino cuando su legislación comienza a declinar. Se ignora durante cuántos siglos hizo la legislación de Ucurgo la felicidad de los espartanos, antes de que se hiciese mención de ella en el resto de Grecia.

[7] Véase el diálogo de Platón que, en las traducciones latinas, lleva por título Politicus o Vir civilis. Algunos lo han titulado De Regno. (Ed.)

[8] Grandeza y decadencia de los romanos (Colección Universal, núms. 156 a 158. En Colección Austral, núm. 253).

[9]Los que no consideran a Calvino sino como teólogo, conocen mal la extensión de su genio. La redacción de nuestros sabios edictos, en la cual tuvo mucha parte, le hace tanto honor como su institución. Por muchos trastornos que el tiempo pueda llevar a nuestro culto, en tanto que el amor a la patria y a la libertad no se haya extinguido entre nosotros, nunca dejará de ser bendecida la memoria de este grande hombre.

[10]"E veramente -dice Maquiavelo- mal non fl alcuno ordinatore di leggi straordinarie in popolo, che non ricorresse a Dio, perche altrimenti non sarebbero accettate: perche sono molti beni conseinti da uno pru1 dente, i quali non hanno in se ragioni evidenti da potergli permadere ad altrui." (Discorsi sopratio Livio, lib. I, cap. XI.)

[11] Célebre teólogo inglés, muerto en 1779. (Ed.)