Los usos que se encuentran establecidos atestiguan, por lo menos, que tuvieron
un origen. Las tradiciones que se remontan a estos orígenes, las que
aprueban las más grandes autoridades y confirman las más fuertes
razones, deben pasar por las más ciertas. He aquí las
máximas que he procurado seguir al buscar cómo ejercía su
poder supremo el más libre y poderoso pueblo de la Tierra.
Después de la fundación de Roma, la república naciente,
es decir, el ejército del fundador, compuesto de albanos, de sabinos y
de extranjeros, fue dividido en tres clases, que de esta división
tomaron el nombre de tribus. Cada una de estas tribus fue subdividida
en diez curias, y cada curia en decurias, a la cabeza de las cuales se puso a
unos jefes, llamados curiones o decuriones.
Además de esto se sacó de cada tribu un cuerpo de cien
caballeros, llamado centuria, por donde se ve que estas divisiones, poco
necesarias en una aldea (bourg), no eran al principio sino militares.
Pero parece que un instinto de grandeza llevaba a la pequeña ciudad de
Roma a darse por adelantado una organización conveniente a la capital
del mundo.
De esta primera división resultó en seguida un inconveniente:
que la tribu de los albanos [ 6] y la de los sabinos [ 7] permanecían
siempre en el mismo estado, mientras que la de los extranjeros [ 8]
crecía sin cesar por el concurso perpetuo de éstos, y no
tardó en sobrepasar a las otras dos. El remedio que encontró
Servio para este peligroso abuso fue cambiar la división, y a la de las
razas que él abolió, sustituyó otra sacada de los lugares
de la ciudad ocupados por cada tribu. En lugar de tres tribus, hizo cuatro,
cada una de las cuales tenía su asiento en una de las colinas de Roma y
llevaba el nombre de éstas. Así, remediando la desigualdad
presente, la previno aun para el porvenir, y para que tal división no
fuese solamente de los lugares, sino de los hombres, prohibió a los
habitantes de un barrio pasar a otro; lo que impidió que se confundiesen
las razas.
Dobló de este modo las tres antiguas centurias de caballería y
añadió otras doce, pero siempre bajo los antiguos nombres; medio
simple y juicioso por el cual acabó de distinguir el cuerpo de los
caballeros del pueblo sin hacer que murmurase este último.
A estas cuatro tribus urbanas añadió Servio otras quince,
llamadas tribus rústicas, porque estaban formadas de los habitantes del
campo, repartidas en otros tantos cantones. A continuación se hicieron
otras tantas nuevas, y el pueblo romano se encontró al fin dividido en
treinta y cinco tribus, número a que quedaron reducidas hasta el final
de la república.
De esta distinción de las tribus de la ciudad y de las tribus del campo
resultó un efecto digno de ser observado, porque no hay ejemplo
semejante y porque Roma le debió, a la vez, la conservación de
sus costumbres y del crecimiento de su Imperio. Se podría creer que las
tribus urbanas se arrogaron en seguida el poder y los honores y no tardaron en
envilecer las tribus rústicas: fue todo lo contrario. Es sabido el
gusto de los primeros romanos por la vida campestre. Esta afición
provenía del sabio fundador, que unió a la libertad los trabajos
rústicos y militares y relegó, por decirlo así, a la
ciudad las artes, los oficios, las intrigas, la fortuna y la esclavitud.
Así, todo lo que Roma tenía de ilustre procedía de vivir
en los campos y de cultivar las tierras, y se acostumbraron a no buscar sino
allí el sostenimiento de la república. Este Estado, siendo el de
los más dignos patricios, fue honrado por todo el mundo; la vida
sencilla y laboriosa de los aldeanos fue preferida a la vida ociosa y cobarde
de los burgueses de Roma, y aquel que no hubiese sido sino un desgraciado
proletario en la ciudad, labrando los campos llegó a ser un ciudadano
respetado. No sin razón -dice Varron- establecieron nuestros
magnánimos antepasados en la ciudad un plantel de estos robustos y
valientes hombres, que los defendían en tiempo de guerra y los
alimentaban en los de paz. Plinio dice positivamente que las tribus de los
campos eran honradas a causa de los hombres que las componían, mientras
que se llevaba como signo de ignominia a las de la ciudad a los cobardes, a
quienes se quería envilecer. El sabino Apio Claudio, habiendo ido a
establecerse a Roma, fue colmado de honores e inscrito en una tribu
rústica, que tomó desde entonces el nombre de su familia. En
fin, los libertos entraban todos en las tribus urbanas, jamás en las
rurales; y no hay durante toda la república un solo ejemplo de ninguno
de estos libertos que llegase a ninguna magistratura, aunque hubiese llegado a
ser ciudadano.
Esta máxima era excelente; pero fue llevada tan lejos, que
resultó, al fin, un cambio y ciertamente un abuso en la vida
pública.
En primer lugar, los censores, después de haberse arrogado mucho tiempo
el derecho de transferir arbitrariamente a los ciudadanos de una tribu a otra,
permitieron a la mayor parte hacerse inscribir en la que quisiesen; permiso que
seguramente no convenía para nada y suprimía uno de los grandes
resortes de la censura. Además, los grandes y los poderosos se
hacían inscribir en las tribus del campo, y los libertos convertidos en
ciudadanos quedaron con el populacho en la ciudad; las tribus, en general,
llegaron a no tener territorio: todas se encontraron mezcladas de tal modo, que
ya no se podía discernir quiénes eran los miembros de cada una
sino por los Registros; de suerte que la idea de la palabra tribu pasó
así de lo real a lo personal, o más bien se convirtió casi
en una quimera.
Ocurrió, además, que estando más al alcance de todos las
tribus de la ciudad, llegaron con frecuencia a ser las más fuertes en
los comicios y vendieron el Estado a los que compraban los sufragios de la
canalla que las componían.
Respecto a las curias, habiendo hecho el fundador diez de cada tribu, se
halló todo el pueblo romano encerrado en los muros de la ciudad y se
encontró compuesto de treinta curias, cada una de las cuales
tenía sus templos, sus dioses, sus oficiales, sus sacerdotes y sus
fiestas, llamadas compitalia, análogas a la paganalia que
tuvieron posteriormente las tribus rústicas.
No pudiendo repartiese por igual este número de treinta entre las
cuatro tribus en el nuevo reparto de Servio, no quiso éste tocarlas, y
las curias independientes de las tribus llegaron a ser otra división de
los habitantes de Roma; pero no se trató de curias, ni en las tribus
rústicas ni en el pueblo que las componía, porque
habiéndose convertido las tribus en instituciones puramente civiles, y
habiendo sido introducida otra organización para el reclutamiento de las
tropas, resultaron superfluas las divisiones militares de Rómulo.
Así, aunque todo ciudadano estuviese inscrito en una tribu, distaba
mucho de estarlo en una curia.
Servio hizo una tercera división que no tenía ninguna
relación con las dos precedentes, y esta tercera llegó a ser por
sus efectos la más importante de todas. Distribuyó el pueblo
romano en seis clases, que no distinguió ni por el lugar ni por los
hombres, sino por los bienes: de modo que las primeras clases las
nutrían los ricos: las últimas, los pobres, y las medias, los que
disfrutaban una fortuna intermedia. Estas seis clases estaban subdivididas en
ciento noventa y tres cuerpos, llamados centurias, y estos cuerpos distribuidos
de tal modo que la primera clase comprendía ella sola más de la
mitad de aquéllos, y la última exclusivamente uno. De esta
suerte resulta que la clase menos numerosa en hombres era la más
numerosa en centurias, y que la última clase no contaba más que
una subdivisión, aunque contuviese más de la mitad de los
habitantes de Roma.
Para que el pueblo no se diese cuenta de las consecuencias de esta
última reforma, Servio afectó darle un aspecto militar;
insertó en la segunda clase dos centurias de armeros, y dos de
instrumentos de guerra en la cuarta; en cada clase, excepto en la
última, distinguió los jóvenes de los viejos, es decir,
los que estaban obligados a llevar armas de aquellos que por su edad estaban
exentos, según las leyes: distinción que, más que la de
los bienes, produjo la necesidad -de rehacer con frecuencia el censo o
empadronamiento; en fin, quiso que la asamblea tuviese lugar en el campo de
Marte, y que todos aquellos que estuviesen en edad de servir acudiesen con sus
armas.
La razón por la cual no siguió esta misma separación de
jóvenes y viejos en la última clase es que no se concedía
al populacho, del cual estaba compuesta, el honor de llevar las armas por la
patria; era preciso tener hogares para alcanzar el derecho de defenderlos, y de
estos innumerables rebaños de mendigos que lucen hoy los reyes en sus
ejércitos, acaso no haya uno que hubiese dejado de ser arrojado con
desdén de una cohorte romana cuando los soldados eran los defensores de
la libertad.
Se distinguió, sin embargo, en la última clase a los
proletarios de aquellos a quienes se llamaba capite censi. Los
primeros no estaban reducidos por completo a la nada y daban, al menos,
ciudadanos al Estado; a veces, en momentos apremiantes, hasta soldados. Para
los que carecían absolutamente de todo y no se les podía
empadronar más que por cabezas, eran considerados como nulos, y Mario
fue el primero que se dignó alistarlos.
Sin decidir aquí si este último empadronamiento era bueno o malo
en sí mismo, creo poder afirmar que sólo las costumbres sencillas
de los primeros romanos, su desinterés, su gusto por la agricultura, su
desprecio por el comercio y por la avidez de las ganancias, podían
hacerlo practicable. ¿Dónde está el pueblo moderno en el
cual el ansia devoradora, el espíritu inquieto, la intriga, los cambios
continuos, las perpetuas revoluciones de las fortunas, puedan dejar subsistir
veinte años una organización semejante sin transformar todo el
Estado?. Es preciso notar bien que las costumbres y la censura, más
fuertes que esta misma institución, corrigieron los vicios de ella en
Roma, y que hubo ricos que se vieron relegados a la clase de los pobres por
haber ostentado demasiado su riqueza.
De todo esto se puede colegir fácilmente por qué no se ha hecho
mención, casi nunca, más que de cinco clases, aunque realmente
haya habido seis. La sexta, como no proveía ni de soldados al
ejército ni de votantes al campo de Marte [ 9],
y como
además no era casi de ninguna utilidad en la república, rara vez
se contaba con ella para nada.
Tales fueron las diferentes divisiones del pueblo romano. Veamos ahora el
efecto que producían en las asambleas. Estas asambleas,
legítimamente convocadas, se llamaban comicios, tenían
lugar ordinariamente en la plaza de Roma o en el campo de Marte, y se
distinguían en comicios por curias, comicios por centurias y comicios
por tribus, según cuál de estas tres formas le servía de
base. Los comicios por curias habían sido instituidos por
Rómulo; los por centurias, por Servio, y los por tribus, por los
tribunos del pueblo. Ninguna ley recibía sanción, ningún
magistrado era elegido sino en los comicios, y como no había
ningún ciudadano que no fuese inscrito en una curia, en una centuria o
en una tribu, se sigue que ningún ciudadano era excluido del derecho de
sufragio y que el pueblo romano era verdaderamente soberano, de derecho y de
hecho.
Para que los comicios fuesen legítimamente reunidos, y lo que en ellos
se hiciese tuviese fuerza de ley, eran precisas tres condiciones: primera, que
el cuerpo o magistrado que los convocase estuviese revestido para esto de la
autoridad necesaria; segunda, que la asamblea se hiciese uno de los días
permitidos por la ley, y tercera, que los augurios fuesen favorables.
La razón de la primera regla no necesita ser explicada: la segunda es
una cuestión de orden; así, por ejemplo, no estaba permitido
celebrar comicios los días de feria y de mercado, en que la gente del
campo, que venía a Roma para sus asuntos, no tenía tiempo de
pasar el día en la plaza pública. En cuanto a la tercera, el
Senado tenía sujeto a un pueblo orgulloso e inquieto y templaba el ardor
de los tribunos sediciosos; pero éstos encontraron más de un
medio de librarse de esta molestia.
Las leyes y la elección de los jefes no eran los únicos puntos
sometidos al juicio de los comicios. Habiendo usurpado el pueblo romano las
funciones más importantes del gobierno, se puede decir que la suerte de
Europa estaba reglamentada por sus asambleas. Esta variedad de objetos daba
lugar a las diversas formas que tomaban aquéllas según las
materias sobre las cuales tenía que decidir.
Para juzgar de estas diversas formas, basta compararlas. Rómulo, al
instituir las curias, se proponía contener al Senado por el pueblo y al
pueblo por el Senado, dominando igualmente sobre todos. Dio, pues, al pueblo,
de este modo, toda la autoridad del número, para contrarrestar la del
poder y la de las riquezas que dejaba a los patricios. Pero, según el
espíritu de la monarquía, dejó, sin embargo, más
ventajas a los patricios por la influencia de sus clientes sobre la pluralidad
de los sufragios. Esta admirable institución de los patronos y de los
clientes fue una obra maestra de política y de humanidad, sin la cual el
patriciado, tan contrario al espíritu de la república, no hubiese
podido subsistir solo. Roma ha tenido el honor de dar al mundo este hermoso
ejemplo, del cual nunca resultó abuso, y que, sin embargo, no ha sido
seguido jamás.
El haber subsistido bajo los reyes hasta Servio esta misma forma de las
curias, y el no ser considerado como legítimo el reinado del
último Tarquino, fueron la causa de que se distinguiesen generalmente
las leyes reales con el nombre de leges cariatae.
Bajo la república, las curias, siempre limitadas a cuatro tribus
urbanas, y no conteniendo más que el populacho de Roma, no podían
convenir, ni al Senado, que estaba a la cabeza de los patricios, ni a los
tribunos, que, aunque plebeyos, se hallaban al frente de los ciudadanos
acomodados. Cayeron, pues, en el descrédito; su envilecimiento fue tal,
que sus treinta lictores reunidos hacían lo que los comicios por curias
hubiesen debido hacer.
La división por centurias era tan favorable a la aristocracia, que no
se comprende, al principio, cómo el Senado no dominaba siempre en los
comicios que llevaban este nombre, y por los cuales eran elegidos los
cónsules, los censores y los demás magistrados curiales. En
efecto; de ciento noventa y tres centurias que formaban las seis clases del
pueblo romano, como la primera clase comprendían noventa y ocho, y como
los votos no se contaban más que por centurias, sólo esta primera
clase tenía mayor número de votos que las otras dos. Cuando
todas estas centurias estaban de acuerdo, no se seguía siquiera
recogiendo los sufragios: lo que había decidido el menor número
pasaba por una decisión de la multitud, y se puede decir que en los
comicios por centurias los asuntos se decidían más por la
cantidad de escudos que por la de votos.
Pero esta extrema autoridad se modificaba por dos medios: primeramente,
perteneciendo los tribunos, en general, a la clase de los ricos, y habiendo
siempre un gran número de plebeyos entre éstos, equilibraban el
crédito de los patricios en esta primera clase.
El segundo medio consistía en que, en vez de hacer primero votar las
centurias según su orden, lo que habría obligado a comenzar
siempre por la primera, se sacaba una a la suerte, y aquélla [ 10]
procedía sola a la elección; después de lo cual todas las
centurias, Ramadas otro día, según su rango, repetían la
misma elección, y por lo común la confirmaban. Se quitó
así la autoridad del ejemplo al rango para dársela a la suerte,
según el principio de la democracia.
Resultaba de este uso otra ventaja aún: que los ciudadanos del campo
tenían tiempo, entre dos elecciones, de informarse del mérito del
candidato nombrado provisionalmente, a fin de dar su voto con conocimiento de
causa. Mas, con pretexto de celeridad, se acabó por abolir este uso, y
las dos elecciones se hicieron el mismo día.
Los comicios por tribus eran propiamente el Consejo del pueblo romano. No se
convocaba más que por los tribunos: los tribunos eran allí
elegidos y llevaban a cabo sus plebiscitos. No solamente no tenía el
Senado ninguna autoridad en estos comicios, sino ni siquiera el derecho de
asistir; y obligados a obedecer leyes sobre las cuales no habían podido
votar, los senadores eran, en este respecto, menos libres que los
últimos ciudadanos.
Esta injusticia estaba muy mal entendida, y bastaba ella sola para invalidar
derechos de un cuerpo en que no todos sus miembros eran admitidos. Aun cuando
todos los patricios hubiesen asistido a estos comicios, por el derecho que
tenían a ello dada su calidad de ciudadanos, al advenir simples
particulares, no hubiesen influido casi nada en una forma de sufragios que se
recogían por cabeza y en que el más insignificante proletario
podía tanto como el príncipe del Senado.
Se ve, pues, que, además del orden que resultaba de estas diversas
distribuciones para recoger los sufragios de un pueblo tan numeroso, estas
distribuciones no se reducían a formas indiferentes en sí mismas,
sino que cada una tenía efectos relativos a los aspectos que la
hacían preferible.
Sin entrar en más detalles, resulta de las aclaraciones precedentes que
los comicios por tribus eran los más favorables para el gobierno
popular, y los comicios por centurias, para la aristocracia. Respecto a los
comicios por curias, en que sólo el populacho de Roma formaba la
mayoría, como no servían sino para favorecer la tiranía y
los malos propósitos, cayeron en el descrédito,
absteniéndose los mismos sediciosos de utilizar un medio que
ponía demasiado al descubierto sus proyectos. Es cierto que toda la
majestad del pueblo romano no se encontraba más que en los comicios por
centurias, únicos completos; en tanto que en los comicios por curias
faltaban las tribus rústicas, y en los comicios por tribus, el Senado y
los patricios.
En cuanto a la manera de recoger los sufragios, era entre los primeros romanos
tan sencilla como sus costumbres, aunque no tanto como en Esparta. Cada uno
daba su sufragio en voz alta, y un escribano los iba escribiendo; la
mayoría de votos en cada tribu determinaba el sufragio de la tribu; la
mayoría de votos en todas las tribus determinaba el sufragio del pueblo,
y lo mismo de las curias y centurias. Este uso era bueno, en tanto reinaba la
honradez en los ciudadanos y cada uno sentía vergüenza de dar
públicamente su sufragio sobre una opinión injusta o un
asunto indigno; pero cuando el pueblo se corrompió y se compraron los
votos, fue conveniente que se diesen éstos en secreto para contener a
los compradores mediante la desconfianza y proporcionar a los pillos el medio
de no ser traidores.
Sé que Cicerón censura este cambio y atribuye a él, en
parte, la ruina de la república. Pero aun cuando siento el peso de la
autoridad de Cicerón, en este asunto no puedo ser de su opinión;
yo creo, por el contrario, que por no haber hecho bastantes cambios semejantes
se aceleró la pérdida del Estado. Del mismo modo que el
régimen de las personas sanas no es propio para los enfermos, no se
puede querer gobernar a un pueblo corrompido por las mismas leyes que son
convenientes a un buen pueblo. Nada prueba mejor esta máxima que la
duración de la república de Venecia, cuyo simulacro existe
aún, únicamente porque sus leyes no convienen sino a hombres
malos.
Se distribuyó, pues, a los ciudadanos unas tabletas, mediante las
cuales cada uno podía votar sin que se supiese cuál era su
opinión; se establecieron también nuevas formalidades para
recoger las tabletas, el recuento de los votos, la comparación de los
números, etc.; lo cual no impidió que la fidelidad de los
oficiales encargados de estas funciones fuese con frecuencia sospechosa [ 11].
Se hicieron, en fin, para impedir las intrigas y el tráfico de los
sufragios, edictos, cuya inutilidad demostró la multitud.
Hacia los últimos tiempos se estaba con frecuencia obligado a recurrir
a expedientes extraordinarios para suplir la insuficiencia de las leyes, ya
suponiendo prodigios que, si bien podían imponer al pueblo, no
imponían a aquellos que lo gobernaban; otras veces se convocaba
bruscamente una asamblea antes de que los candidatos hubiesen tenido tiempo de
hacer sus intrigas, o bien se veía al pueblo ganado y dispuesto a tomar
un mal partido. Pero, al fin, la ambición lo eludió todo, y lo
que parece increíble es que, en medio de tanto abuso, este pueblo
inmenso, a favor de sus antiguas reglas, no dejase de elegir magistrados, de
aprobar las leyes, de juzgar las causas, de despachar los asuntos particulares
y públicos, casi con tanta facilidad como lo hubiese podido hacer el
mismo Senado
[ 5] Importa mucho regularizar, mediante leyes, la forma
de elección de
los magistrados, porque abandonándola a la voluntad del príncipe
no se puede evitar el caer en la aristocracia hereditaria, como les ha sucedido
a las repúblicas de Venecia y Roma. Así. la primera es desde
hace mucho tiempo un Estado disuelto: mas la segunda se mantiene por la extrema
sabiduría de su Senado: es una excepción muy honrosa y muy
peligrosa.
[ 6] Maquiavelo era un hombre honrado Y un buen
ciudadano; pero unido a la Casa
de los Médicis, se veía obligado, en la opresión de su
patria, a disfrazar su amor por la libertad. Sólo la elección de
su héroe execrable -César Borgia- manifiesta bastante su
intención secreta, y la oposición de las máximas de su
libro Del Príncipe a las de sus Discursos sobre Tito Livio
y de su Historia de Florencia demuestran que este profundo
Político no ha tenido hasta aquí sino lectores superficiales o
corrompidos. La corte de Roma ha prohibido su libro severamente: lo comprendo:
a ella es a la que retrata más claramente.
[ 7] Plutarco, Dichos notables de los reyes y de los
grandes capitanes,
párrafo 22. (Ed.)
[ 8] Tácito, Hist., I. XVI. (Ed.)
[ 9] Esto no contradice lo que he dicho antes (lib. II, cap.
IX) sobre los
inconvenientes de los grandes Estados, porque se retrataba allí a la
autoridad gubernativa sobre sus miembros y se trata de su fuerza contra los
súbditos. Sus miembros dispersos le sirven de punto de apoyo para obrar
de lejos sobre el pueblo; pero no tiene ningún punto de apoyo para obrar
directamente sobre sus miembros mismos. Así, en uno de los casos, la
longitud de la palanca es causa de su debilidad, y de fuerza en el otro.
[ 10] Se debe juzgar sobre el mismo principio
de los siglos que merecen
la preferencia para la prosperididad del género humano. Han sido
demasiado admirados aquellos en que se ha visto florecer las letras y las
artes, sin que se haya penetrado el objeto secreto de su cultura ni considerado
su funesto efecto: "ldque apud imperitos humanitas vocabatur quum pars
sevitutis esse, "(*).
(*) Tácito. Agric.. XXI.
No veremos nunca en las máxmas de los libros el grosero interés
que hace hablar a los autores? No; aunque ellos lo digan, cuando, a pesar de
su esplendor, un país se despuebla, no es verdad que todo prospere. y no
basta que un poeta tenga cien mil libras de renta para que su siglo sea el
mejor de todos. Es preciso considerar más el bienestar de las naciones
enteras y, sobre todo, de los Estados más poblados que el reposo
aparente y la tranquilidad de sus jefes. Las granizadas desolan algunas
regiones: pero rara vez producen escasez. Los motines. las guerras civiles.
amedrentan mucho a los jefes; pero no constituyen las verdaderas desgracias de
los pueblos. que pueden hasta tener descanso mientras discuten quién los
va a tiranizar. De un Estado permanente es del que nacen prosperidades o
calamidades reales para él: cuando todo está sometido al yugo es
cuando todo decae: entonces es cuando los jefes. destruyéndolos a su
gusto, "libi solitudinem faciunt, pacem appellant" (**). Cuando las
maquinaciones de los grandes agitaban el reino de Francia y el coadjutor de
París llevaba al Parlamento un puñal en el bolsillo. esto no
impedía que el pueblo francés viviese feliz y numeroso en un
honesto y libre bienestar. En otro tiempo. Grecia florecía en el seno
de las más crueles guerras: la sangre corría a ríos, y
todo el país estaba cubierto de hombres: parecía -dice
Maquiavelo- que en medio de los crímenes, de las proscripciones, de las
guerras civiles. nuestra república advenía más pujante: la
virtud de sus ciudadanos, sus costumbres. su independencia. tenia más
efecto para reforzarla que todas sus discusiones para debilitarla.
Un poco de agitación da energía a los demás. y lo que
verdaderamente hace prosperar a la especie es menos la paz que la libertad.
(**) Tácito, Agric., XXXI
[ 11] La formación lenta y el progreso de la
república de Venecia
en sus lagunas ofrece un ejemplo notable de esta sucesión; es asombroso
que, después de mil doscientos años, los venecianos parecen
hallarse aún en el segundo término, que comenzó en el
Serrar di consigbo, en 1198. En cuanto a los antiguos dux que se les
reprocha, diga lo que quiera el Squittinio deila libertú veneta (*),
está probado que no han sido sus soberanos.
No se me dejará de objetar, recordando la república romana, que
siguió un proceso, dicen, completamente contrario, pasando de la
monarquía a la aristocracia y de la aristocracia a la democracia. Estoy
muy lejos de pensar tal cosa.
La primera organización que estableció Rómulo fue un
gobierno mixto. que degeneró pronto en despotismo. Por causas
particulares, el Estado pereció antes de tiempo, como puede morir un
recién nacido antes de haber llegado a la edad madura. La
expulsión de los Tarquinos fue la verdadera época del nacimiento
de la república. Pero no tomó al principio una forma constante,
pues no se realizó más que la mitad de la obra, no aboliendo el
patriciado. Porque de esta manera, al quedar la aristocracia hereditaria, que
es la peor de las administraciones legítimas, en conflicto con la
democracia, no se fijó la forma de gobierno, siempre insegura y
flotante, como ha probado Maquiavelo, sino al establecerse los ' tribunos:
sólo entonces hubo un verdadero gobierno y una verdadera democracia. En
efecto; el pueblo en aquel momento no era solamente soberano, sino
también magistrado y juez; el Senado era un tribunal subordinado para
moderar y concentrar al gobierno, y los mismos cónsules, aunque
patricios, primeros magistrados, y generales absolutos en la guerra, no eran en
Roma sino los presidentes del pueblo.
Desde entonces se vio también que el gobierno tomaba su pendiente
natural y que tendía fuertemente a la aristocracia. Aboliéndose
el patriciado, podría decirse, por sí mismo, no estaba ya la
aristocracia en el cuerpo de los patricios, como ocurre en Venecia y en
Génova, sino en el cuerpo del Senado, compuesto de patricios y de
plebeyos, e incluso en el cuerpo de los tribunos, cuando comenzaron a usurpar
un poder activo: porque las palabras no tienen nada que ver con las cosas, y
cuando el pueblo tiene jefes que gobiernan por él, cualquiera que sea el
nombre que lleven son siempre una aristocracia.
Del abuso de la aristocracia nacieron las guerras civiles y el triunvirato.
Sylla. julio César, Augusto advinieron de hecho verdaderos monarcas; y,
en fin, bajo el despotismo de Tiberio fue disuelto el Estado. La historia
romana no desmiente, pues, mi principio, sino que lo confirma.
(*) Es el título de una obra anónima, publicada en 1612, para
establecer el pretendido derecho de los emperadores sobre la república
de Venecia. (De.)